No debí gritarle, es cierto, pero esa rubia de Dennis, me tenía cansada con sus insinuaciones calentonas hacia Renato, no es la primera vez que pasa, y él sólo se ríe, “es mi jefa” dice, como si fuera algo gracioso. Bueno, haberle lanzado mi trago a la cara no fue muy cortés que digamos, pero sí que fue gracioso, al menos para mí. La pobre tonta se sacaba los hielos del escote con asco, a mí eso me dio risa.

Después de mi arrebato, Renato me sujetó fuertemente del brazo, me sacó de la fiesta y me hizo caminar hacia la calle, yo gritaba como loca, le reclamaba por todo, ha sido la mejor escena de celos que le he hecho desde que estamos casados hace ya 5 años. Renato parecía furioso y me empujaba, yo gritaba más y más reclamándole; es que colgada de su cuello queriendo besarlo, esa mujer colmó mi paciencia, pero yo colmé la de mi esposo. Una vez afuera me empujó para que subiera al auto. Ya había comenzado a llover y yo no dejaba de reclamarle que lo que hacían conmigo era una falta de respeto y que su jefa se merecía mi actitud.

Nos subimos, Renato encendió el auto y de golpe hubo un silencio fúnebre entre los dos, sólo se oía el motor del auto y la lluvia en el parabrisas. Al cabo de unos segundos, me miró y me dijo con voz seca “te odio Mónica” y emprendió la marcha. Yo me quedé pasmada, no sabía qué decir, nunca me esperé esas palabras del hombre que yo estaba, supuestamente, defendiendo de esa rubia espantosa. El silencio continuó, mi esposo condujo mirando solamente el camino, iba rápido pero no me atrevía a comentarle nada, no sabía qué decirle a sus palabras de odio. Cuando entró a la autopista la tensión fue peor, pero al menos ya íbamos de vuelta a nuestra ciudad, pensé. No sé si lo hizo intencionalmente o no, pero Renato empezó a acelerar el auto, ya iba en 140 kilómetros por hora y la lluvia era más intensa aún. Miré el tablero y le pedí que bajara la velocidad, que era peligroso; traté que fuera con voz dulce porque sabía que también se había bebido unas copas de vino en la fiesta, pero parecía no oírme. Yo estaba nerviosa e irritada, así que empecé a rogarle al ver su indiferencia, “amor, por favor detén el auto”, “amor por favor para” subí el volumen de mi voz “por favor”, y casi gritando: “¡para! que me quiero bajar”. A la cuarta o quinta rogativa, frenó. Se estacionó en el costado derecho de la autopista casi llegando a un túnel, sin mirarme y con voz muy intensa me dijo “bájate”. Ahora sí que no entendía nada, “Amor, es un decir, no quiero bajarme, sólo quería que fueras más lento” – le dije. “Bájate” – repitió más enérgico. Nunca lo había visto así de enojado, con ambas manos sobre el volante y la cabeza gacha, sin mirarme repitió “¡bájate por la cresta!”. Casi sin pensar, abrí la puerta del auto y salí de él, “¡cierra!” – me ordenó. Junté la puerta suavemente, la lluvia arreciaba sobre mí. Renato levantó la vista, me miró con ojos que yo nunca había visto, se acercó y estiró el brazo, separó la puerta levemente hacia mí y la cerró con fuerza, aceleró de nuevo y se alejó. Yo lo seguí con la mirada, anidando la esperanza de que se detuviera y me dejara subir, pero cuando desapareció de mi vista comprendí que no lo haría. KM

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